Cuando yo era pequeño, en esa edad en la que los tiernos infantes quieren ser bomberos, policías, futbolistas o piratas, si alguien me preguntaba qué quería ser de mayor, yo respondía con energía y convicción:
—Cuando yo sea grande quiero ser capellán-castrense. —
Evidentemente no sabía el significado de lo que estaba diciendo, ni siquiera conocía lo que querían decir ambas palabras por separado. Es más, aunque sabía que existían los curas y los militares no era capaz de relacionar convenientemente ambas profesiones con mi ferviente vocación infantil.
En mi familia no había antepasados que hubieran seguido la carrera eclesiástica ni tampoco la militar, así que nadie sabía el por qué de mi interés en ser capellán-castrense.
Recuerdo como si fuera ayer el momento (o mejor dicho, las circunstancias) en que tomé la decisión:
Pasé la mayor parte de mi vida escolar en un colegio religioso, y por eso, en los más tiernos años de mi infancia los curas se habían encargado de “comerme el tarro” con la importancia de la vocación religiosa, aunque yo nunca tuve esa inclinación. Pero un día, el profesor —que era a la vez cura—, nos anunció que próximamente nos visitaría una persona muy importante. No le hice demasiado caso porque ya estaba acostumbrado a aburridas visitas de gente con sotana que nos daban aburridos e interminables discursos sobre liturgias, misiones y vocaciones.
Por fin llegó el día. Nos llevaron a la capilla —la misma en la que todos los días del mes de mayo cantábamos eso de “Venid y vamos todos con flores a María, con flores a porfía, que madre nuestra es” (estuve años con la tremenda duda de quién cojones sería «porfía» a quien llevábamos flores al mismo tiempo que a la Virgen, pero no me atreví a preguntar para evitar hacer el ridículo)—. Dicha capilla también hacía las funciones de salón de actos. Estábamos allí sentados cuando nos hicieron levantarnos para recibir al egregio personaje. Recuerdo vivamente que el ambiente grave y circunspecto. Y por fin apareció el prohombre.
Yo esperaba que apareciera un cura con sotana o quizá con una de esas capas moradas que usan los curas más importantes, como cuando nos visitó el Obispo para hablarnos de la primera comunión (y la última para mi), pero quien subió al entarimado iba vestido de militar. Pero no era un soldado cualquiera sino uno con muchas estrellas y gorra de plato. Tenía tal cantidad de medallas en la solapa izquierda que del peso se le hubiera descolocado la chaqueta si no llega a ser por una banda que cruzaba su solapa derecha y que le ayudaba a mantener el equilibrio.
Con aspecto marcial, bien derecho, casi firme, y con una voz rotunda y a la vez bien modulada nos dio un discurso que apenas comprendí y del que sólo recuerdo algunas palabras sueltas: dios, guerra, muerte, sangre, cielo, patria, honor… Su ininteligible discurso me impresionó profundamente, más que el mensaje fue la vehemencia. Y en mi mente se quedó grabado su cargo: capellán castrense. Desde aquel momento decidí que quería ser como aquel hombre.
Yo desconocía que en su cargo confluían dos poderes: uno institucional, y el otro fáctico (aunque en aquella época la Iglesia era también un poder institucional por sí misma).
Con el paso del tiempo, mis estudios primero y mi vida profesional después, siguieron otros derroteros hasta que llegué a la Administración en la que trabajo, pero nunca olvidé mi primera vocación.
¿Y por qué cuento todo esto en un foro sobre Gobierno y Administración? Pues porque cuando hablamos de Administración solemos pensar en la Administración Pública (autonómica, central, local, de justicia…) y olvidamos otras Administraciones como la eclesiástica y la militar.
Y si a veces ocurren fenómenos de difícil comprensión en el ámbito de la Administración «convencional», estos se hacen mucho más complejos, confusos y contradictorios —y por qué no decirlo, divertidos— cuando se combinan con la especial idiosincrasia militar o con la antidemocrática organización eclesiástica. Y no digamos cuando se mezclan ambas como es el caso de la figura del capellán-castrense, expresión contradictoria en sí misma como lo es la hamburguesa-vegetal.
Este escrito me servirá como excusa para, en el futuro, redactar otros textos en el que la palabra Administración tenga un significado más amplio.
¡Ave María Purísima!. ¡Firmes!